El Estado de mi razón

Los debates parlamentarios son esencialmente aburridos aunque no deberían serlo. Sólo en alguna ocasión estos debates se tornan atractivos, en la mayoría de las ocasiones debido a algún despropósito, exabrupto, ocurrencia, vahído o error, pero hemos de convenir que, salvo que sucedan estas cosas o acudamos al diario de sesiones de debates durante los primeros años de la transición, la República o las Cortes del siglo XIX, en la que oradores de prestigio alardeaban de sus conocimientos, las intervenciones de unos y de otros son mediocres y apresuradas. Intervenciones que, sólo gracias a algunos periodistas parlamentarios, se hacen comprensibles, amenas y próximas. Personalmente y sin menospreciar a otros profesionales, Luis Carandell, Miguel Angel Aguilar o Cristina Pardo, son referentes periodísticos, de antes y de ahora, que dan la información precisa y necesaria, para conocer qué sucede y animar a seguir estos debates. Pero por lo demás, los oradores no ayudan demasiado. El último debate del Estado de la Nación es buena muestra de ello.

Lo que debería ser un debate seguido por la ciudadanía, se convierte en un trámite administrativo compartido por unos cuantos cientos de miles de personas sumando todos los medios de comunicación por los que podemos acceder al debate, lo cual, dado el ambiente fuertemente politizado en el que estamos, es un indicador del mal estado de la política. Es decir, la gente quiere política, porque es obvio que opina sobre ella, pero no quiere esta política.

El motivo principal de que esto sea así es que el debate sobre el estado de la nación se convierte en una presentación sobre el estado de la razón de cada cual. Sin diálogo, sin nivel propositivo, dominado por la presencia de los medios de comunicación a quienes se dirigen los intervinientes, marcados por la preocupación de la encuesta posterior para mayor gloria o descrédito de quien habla o del oponente, según quien opine. Así, el ámbito de la política ha dejado paso al espacio de la propaganda orientada a un sólo fin como es el de obtener réditos electorales y no a establecer un modelo y a explicar un estado de la cuestión con perspectiva de futuro. Estos objetivos se trastocan en instrumentales y se diseñan, en todo caso, con posterioridad a aquel fin por asesores de imagen y estrategas.

Aunque resulte contradictorio, esta mediocridad, la desatención general a la política, esa desafección de la que tanto se habla, tiene que ver con el exceso de presencia de los políticos en nuestro día a día, incrementada por la sobresaturación de medios de información que, lejos de hacerles más cercanos, les hace más incómodos. La saturación de la presencia de los políticos anula la del contenido político, por un exceso de iconos/imagen, y la sobreinformación, diluye la compresión de los modelos. Sólo en el silencio se puede componer una sinfonía para quien tiene la melodía. Quien necesita de música para componer, copia, no crea.

Es verdad que nada sale de un agujero negro. Ni la luz. Pero su inverso, que sería una supernova, anula toda posibilidad de vida por exceso y potencia de la radiación. El exceso de iconos políticos sin política, sin diferencias, ni tan siquiera sin novedades, provoca un exceso de metapolítica, es decir, de la política de la política, que es una parte muy pequeña de la política. Así, por esta saturación, toda la sociedad sufre colectivamente un síndrome psíquico de Bournout que, en primera instancia, sufren los propios políticos, agotados en sí mismos, agotados de presencia, obligados a opinar de lo divino y lo humano sin tiempo de reflexión, agotadas las ideas por exceso de opinión, vacíos de propuestas propias pues al nacer sólo en oposición a lo otro, no son propias sino ajenas porque su origen está en lo opuesto y no en el pensamiento propio.

Si el debate sobre el Estado de la Nación fuera un hecho relevante por escaso, por diferente, por atractivo, incluso por su valor simbólico, adquiriría un valor sustancial, de encuentro de los políticos con la ciudadanía, es decir ante la Nación, puesto que, en esa representación simbólica, ante la exigencia de los representados, los representantes asumirían una actitud propositiva. Pero para ello se requiere de la distancia previa de los políticos. Una distancia que no afirma la ocultación, no pretende promover el desinterés, es simplemente no-presencia. En este caso el alejamiento de la política de los ciudadanos es una consecuencia de aquel exceso y no un instrumento para hacer visible lo importante de la acción política. Este exceso tiene un único motor, esto es, el privilegio de la fama y este sólo se puede sustentar mediante la hipercomunicación que necesita la presencia permanente en la vida de la ciudadanía y esta, a su vez, en una hiperactividad en la que no importa mucho el qué, sólo el cuánto.

Recomiendo la lectura del Discurso del Estado de la Unión, un encuentro anual mediante el que el Presidente de los Estados Unidos da al Congreso su visión sobre el estado del país y presenta las propuestas legislativas para el año, modelado a semejanza del discurso del trono durante la ceremonia de apertura del parlamento en el Reino Unido, establecido por la Constitución norteamericana lo cual potencia su carácter simbólico que, sin embargo, no le hace perder su utilidad política.

Por desgracia nuestro sistema político no ha tenido la continuidad necesaria para construir instancias simbólicas y en los últimos 40 años, que es el periodo más largo de continuidad de un mismo sistema político, tampoco se ha hecho el esfuerzo necesario por parte de las instituciones del Estado – incluidos los partidos políticos – para que existan en nuestra democracia esos símbolos. Ni tan siquiera la Monarquía lo es. Reconozcamos el valor democrático de los símbolos y de las palabras que, si bien no construyen la realidad, seguro que la modelan.

El debate del Estado de la Nación carece de ese valor simbólico que, para serlo, ha de ser compartido por una gran mayoría de la población, empezando por el nombre. Y acordemos que no se estuvo acertado el nombre de “estado de la nación” puesto que no todo el mundo se reconoce en el término Nación y, obviamente, su elección no está carente de ideología. De hecho a diferencia de otros países, este debate no está recogido en nuestra Constitución, ni tan siquiera en el reglamento de las cámaras. Se trata de una práctica parlamentaria que sólo se hace desde 1983 y ante los miembros del Congreso y no ante Las Cortes Generales. Todas estas circunstancias le confieren un carácter meramente instrumental y, siendo así un debate más, pierde interés salvo para entendidos y para darles la razón a los que discuten.

Esa falta de simbolismo, de utilidad y de nivel, junto al exceso de presencia de los profesionales es causa de que otros, los ausentes, tengan, en estas circunstancias, tanta audiencia. Con su pan se lo coman.

Post scriptum: Puedo prometer y prometo que, en los sucesivos artículos, seré más concreto.

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