El final de Arse

Mientras Aníbal se recuperaba de su herida de falárica frente a los recios muros de Arse, y sus hombres también descansaban tras aquel asalto frustrado, el Barca no dejaba de prometer botín y gloria a todos aquellos que consiguiesen salvar las murallas saguntinas en el próximo intento.

Mientras tanto, y confiados en que no tardarían en llegar los mensajeros enviados con los refuerzos desde Roma, los arsetanos mejoraron las defensas del lienzo occidental de la ciudad, el más castigado durante el primer asalto. Una vez curado el cartaginés de su herida, pronto se retomaron las hostilidades. Los púnicos eran unos expertos en poliorcética, es decir, el arte del asedio y la maquinaria de guerra. Aníbal construyo una inmensa torre de asalto que aproximo a la muralla occidental para incordiar desde ella a los defensores, contando con la ventaja de la altura, barriendo sin descanso a flechazos, dardos y jabalinas el paseo de ronda. Mientras tanto, estando distraídos los arsetanos con aquel fastidio permanente, quinientos zapadores africanos se dedicaban a cavar túneles y minas bajo la muralla y las torres de defensa. La zapa surtió su efecto y buena parte del lienzo occidental se desmorono, pero los arsetanos utilizaron los escombros para levantar un segundo muro, reduciendo el perímetro defensivo y dejando en manos cartaginesas los tramos de peor defensa.

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La situación se volvió a estancar. Muy probablemente los suministros comenzaron a escasear en ambos bandos, obviamente de forma más dramática para los sitiados que, según Silio Itálico, comenzaron a hervir el cuero de sus ropas y rascar cortezas para aplacar el hambre. Aníbal tuvo que salir hacia la Carpetania y Oretania, región donde había encontrado la muerte su padre, quizá para recordar promesas de ayuda que se demoraban o sofocar algún motín, dejando a Maharbal, su eficiente comandante númida de caballería, al frente de las operaciones. Como no se sabe con certeza por que se ausento de tan peliagudo asedio, quizá partiese movido por otros motivos. Cuenta la leyenda que su esposa era de aquellas tierras, la hija de un regulo oretano llamada Himilce. Maharbal prosiguió con las labores de zapa, derrumbando nuevos tramos de muralla, pero sin lograr ocupar más terreno enemigo.

A su vuelta del interior de Spania, Aníbal cambio de táctica. Ocho meses de cerco era demasiado tiempo. Arse se le estaba atragantando y ya no quedaban higueras que talar, ni cereal que recolectar. Otro invierno allí estancado seria letal. Según las fuentes antiguas, en su viaje de vuelta de la Carpetania le acompañaba un tal Alorco, un indígena que ya había sido huésped de los régulos arsetanos y que, por lo tanto, conocía bien a la oligarquía local. Alorco se plantó ante las puertas de Arse, solicitando audiencia con el Consejo. Desarmado, entro en la gran sala ante la expectación de aquellos hombres tercos y macilentos y expuso las condiciones de rendición que les trasladaba Aníbal: Arse debía de ser abandonada y todas las joyas, oro, plata, ajuares y/o pertenencias públicas o particulares entregadas como tributo de guerra; a cambio, se les perdonaba la vida y podrían establecerse en el llano en una nueva ciudad. Gritos de resistencia a ultranza se escucharon desde todos los rincones. Alorco, que conocía bien ambas partes, insistió enconadamente para que aceptasen la propuesta, por dura que pareciese, abogando en que confiasen en la magnanimidad de Aníbal a la hora de exigirles aquellas condiciones a rajatabla.

La oligarquía local respondió con los hechos a la inaceptable propuesta que les había transmitido Alorco. Tal y como había sugerido el ibero, reunieron en el ágora todas sus joyas y enseres sagrados y valiosos y, mezclado con materiales innobles para que la plata y el oro se fundiesen con ellos, le pegaron fuego ante la atónita mirada del resto de la población. Quizá aprovechando la distracción que supuso aquella inmolación colectiva, los zapadores de Aníbal trabajaron sin molestias y consiguieron derruir una de las torres defensivas principales, dejando un hueco considerable en la muralla por el que entraron en tropel las avanzadas cartaginesas. El estruendo de aquella torre al desmoronarse alerto a los arsetanos, pero su reacción llego demasiado tarde.

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Los cartagineses entraron en tropel por las calles de Arse con la consigna de matar a todo varón en edad militar. La población, sabedora del triste final que siempre acompaña a los vencidos, opto por la lucha a ultranza o el suicidio. Muchas familias se encerraron en sus casas y prendieron fuego a los techos de cañizo y romero, permaneciendo en ellas y muriendo de asfixia o calcinados cuando los techos llameantes se desplomaron sobre ellos. Los guerreros se lanzaron contra los cartagineses luchando hasta la muerte y muchas de sus esposas degollaron a sus hijos, lanzándose después al vacío desde las almenas. Aun así, los hombres de Aníbal consiguieron prender con vida a muchas mujeres y niños que fueron enviados a Cartago y vendidos como esclavos. Dentro del desastre, todavía pudieron amasar un buen botín que Aníbal distribuyo con generosidad entre sus paisanos y aliados iberos, liberándolos del servicio hasta la próxima primavera. De camino de vuelta a Qart Hadash, en su mente ya estaba barruntando como mover el doble de tropas, y a sus temibles elefantes, hacia Roma, pues la eterna enemiga tomaría aquel asalto como pretexto para desatar lo inevitable: acababa de empezar la Segunda Guerra Púnica.

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