William Vansteenberghe, Experto en Inmigración. Aquarius, el frio cortante de las olas

El victimismo como arma

Es curioso como uno de los leitmotivs recurrentes de muchos grupos de personas e individuos para poder sobrevivir en nuestra sociedad competitividad hasta la crueldad es el definirse como víctima.

En muchas ocasiones, de hecho en casi todas, la afirmación es indiscutible, la persona o persona que se acoge a esta situación está sufriendo alguna discriminación activa o pasiva, violenta o por omisión, por parte de algún grupo o simplemente por toda la sociedad, y ello por una serie de usos que han quedado anticuados, o que jamás deberían haber sido ser aceptados como comportamiento trivial.

Es evidente que una sociedad fundamentalmente competitiva se expresará con cierta rapidez mediante la fuerza física, el arma más inmediata de la imposición sobre el otro, dejando en el campo de batalla a todos como víctimas y a un solo vencedor. Además si la imposición por la fuerza bruta no termina con la eliminación del “adversario”, comienza la escalera de la venganza, que tras mil ataques, desvirtúa toda inocencia, si es que la hay. Podemos por lo tanto afirmar que en el mundo complejo de hoy la violencia solo puede generar más violencia y más víctimas, y a su vez más verdugos.

Este aspecto es el más interesante de todos, en la repartición de responsabilidades entre verdugos y víctimas, la sociedad y sus miembros pueden llegar a olvidarse de que los primeros pueden ser víctimas, de ellos mismos, o de una sociedad que les inculca valores erróneos, y en cuanto a las víctimas, se les presupone un estar de inocencia absoluto, cuando, en ocasiones, son verdugos en otros ámbitos y con otras personas.

Es un tema muy espinoso, y con la etiqueta de tabú, lo que le permite a muchas personas no despegarse nunca de la área de seguridad que representa la victimización y desde esta sentirse protegidos frente a los demás, pero pagando un precio efectivo alto por ser consideradas a la larga un peso o simplemente debilitándose de tal forma que se agrava en otros aspectos su condición de víctima, o aún peor abusando de esta condición con más débiles aún, convirtiéndose así en verdugos.

Cuando son grupos de personas importantes que se suman a una reivindicación de justicia común, el asunto se torna más espinoso si cabe, ya que sorprendentemente en muchas ocasiones cuando termina el conflicto por la consecución de lo reclamado, al supuesto verdugo se le persigue hasta las últimas consecuencias, consiguiendo con el tiempo que se inviertan los papeles, acabando en un giro pendular casi eterno, al menos mientras hayan dos para reivindicar.

Además sorprendentemente, el grupo antaño víctima de discriminación, se arropa en la justificación de: víctima una vez, víctima siempre, anulando con ello que los demás colectivos con cuitas similares puedan reivindicar este espacio merecido a la luz de los hechos.

Cuando la discriminación gira en torno de la cultura, entonces, sencillamente, todo se vuelve maquiavélico. Primero porqué jamás hemos podido poner límites a la cultura. ¿Qué es la cultura preguntan algunos?, y muchos responden: ¡todo es cultura!

A una afirmación como esta, poco ponderable cabe preguntarse, ¿cómo podemos respetar el todo?

Siempre habrá manifestaciones culturales que no nos gustaran, incluso de la nuestra propia, creando un sinfín de sub grupos que quieren erradicar de “su” cultura, elementos que consideran inicuos.

La cultura es la lengua afirman algunos. Si lo viésemos desde una perspectiva corporal, depositar todo el peso de lo que es lo humano sobre la lengua y su frenillo, deja fuera muchas cosas importantes, como puede ser el corazón, las vísceras y sobre todo el cerebro, con su capacidad para la templanza, el orden, la comprensión, y el aprendizaje, a través del cual, el de otra lengua o lenguas, por ejemplo.

Sin piedad, de hecho, el mundo no empuja por un lado a ser “Universales” y luego por otro de ser de “aquí” de lo nuestro, de lo mío, porque lo infinitamente grande y múltiple asusta. Para empeorar más las cosas si cabe, todos los seres humanos tenemos en común, la posesión de un cerebro “vago” que pretende hacer lo menos posible para ahorrar energía, explicando así las resistencias al cambio de cientos de generaciones de personas apegadas a lo de siempre.

¿Cómo podemos mitigar la eterna lucha entre la discriminación y el desprecio a lo propio del “otro”?, sin hacer trampas de mal pagador, y evitando así el perpetuum mobile, de la confrontación cultural.

La sorpresa en mayúscula, aprendiéndolo todo, al menos todo lo posible.

En espacios con dos culturas, trascendiendo de la cultura materna para adoptar una segunda madre, a través de un sencillo trabajo de concienciación intelectual, llamado bilingüismo.

El cerebro es vago, pero solo en parte, ya que a medida que el esfuerzo va dando frutos, se empeña con tesón y lealtad, abandona la atalaya del miedo a perder, lo que sea, para pasar al bando de ganar lo que sea.

Con ello el TODO, se transforma en algo tangible, y con ello la adquisición de la posibilidad de comparar se transforma en posible y deseable y, tras esto alcanzar la sabiduría necesaria para completar.

Por desgracia, para bajar de la atalaya, hay que considerar al “otro” como amigo, o al menos, como semejante. Este esfuerzo es el que demanda más trabajo, ya que implica desmontar guerras aprendidas por boca de otros, superar el gesto discriminador facilón, y bajar al fin del altar a las víctimas, para correr el riesgo de ser normal.

Para ello los primeros que deben cambiar son los que tienen capacidad de dar ejemplo, los que deciden las políticas de convivencia entre personas, y estas sin disculpas tienen la obligación de crear ciudadanos cohesionados, y no víctimas.

*Dedicado a todas las personas víctimas de algún idiota.

Artículo de colaboración de William Vansteenberghe

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