En una democracia seria, etcétera

El otro lunes, en el Congreso, Rubalcaba no sólo tiró de látigo, sino de latiguillo. Sentenció que en cualquier otra democracia, en una democracia de las buenas, el presidente habría dimitido por enviarle no sé cuál sms a Bárcenas. Qué le vamos a hacer. En momentos críticos, siempre hay quien le imputa a España, a su democracia  o a sus políticos  unos defectos exclusivos, sin parangón en el resto del mundo. Como si pasados los Pirineos y al otro lado del charco, las naciones democráticas y sus dirigentes estuvieran  consustancialmente libres de imperfecciones, corruptelas y escándalos.

La negativa excepcionalidad de España es un lugar común de nuestra charla cotidiana sobre política.  Se dice que “en una democracia seria”, “en un país civilizado”, “en cualquier otra democracia” pasaría  tal o cual cosa que aquí no pasa. Se afirma, con curiosa mezcla de satisfacción y amargura, que “esto sólo pasa en España”. Lo sueltan  políticos de cualquier partido. Lo repetimos los periodistas. La baja (o mala) calidad de nuestra democracia es frase hecha con la que algunos llevan décadas cruzando el agosto de las tertulias.

A simple vista, parecería una encomiable disposición a identificar nuestras lacras públicas, el primer paso para ponerles remedio. Pero no lo es.  Raramente conduce a abordar los problemas de manera pragmática, realista y sin dramatismos. ¡Eso nunca! El dramatismo es ahí lo esencial. Porque no estamos ante una crítica racionalmente manejable, sino ante  un lamento. Un quejido que toma forma de juicio sumario y rechazo general,  que no aprecia nada aprovechable en lo existente y que, además, es fatalista. Presupone que España no puede ser un país como los de su entorno ni una democracia como es debido, y está condenada a quedarse en Cenicienta, sin príncipe que la redima.

Esa actitud, por supuesto, tiene historia. Es una tradición. Una tradición intelectual en origen que con el tiempo se ha reducido a latiguillos de todo a cien. Bajo esta crisis económica, ha aparecido incluso una variante pedestre de  la formulación de Ortega: “España es el problema, Europa la solución”. Es la creencia en que sólo si Europa nos controla podremos hacer los deberes y salir de la crisis; que somos tan incorregibles que han de salvarnos los de fuera. España ya no como problema, sino como caso perdido.

Por Rubalcaba hemos llegado, en bucle melancólico, a la vieja historia de la anomalía española. En la izquierda, la anomalía se le achaca a la derecha. Históricamente y ahora. La derecha sigue siendo “la caverna”, un reducto por civilizar y democratizar, una negra excepción en Europa. En la derecha, la anomalía tiende a atribuirse a traiciones. La idea romántica de una nación ontológicamente buena que siempre ha sido mal gobernada. El caso es que la anomalía regresa cada tanto y cada vez con menos justificación. Porque tenemos nuestras peculiaridades, pero no somos tan originales, tampoco en los vicios,  como quiere la leyenda. Basta mirar alrededor. Lo llamativo es que sean las elites políticas, periodísticas, cualesquiera,  quienes cultivan  la leyenda de nuestro “hecho diferencial”. Como si esa democracia indefectiblemente tarada que fustigan fuera ajena a ellas  y les  hubiera venido así, defectuosa de fábrica. 

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