Fatalidad y previsión

Por encima de la crisis andaluza, más allá de las buenas cifras del paro, la noticia de la tragedia de Santiago de Compostela se impone y hace olvidar, al menos por unas horas, el ajetreo político de los debates. Con el accidente, dos conceptos se imponen, fatalidad y previsión. La modernidad de un país desarrollado y preparado se enfrenta una vez más a las lacras viejas del trabajo mal hecho.

En Valencia llevamos puesta, desde el año 2006, la vacuna de la tragedia ferroviaria. Todavía colea el asunto ante los tribunales y es evidente que nunca se va a extinguir el dolor por las vidas perdidas. ¿Por qué ocurren estas cosas? ¿Quiénes son los culpables?

Del mismo modo que busca explicaciones razonables, el ser humano reclama castigo a lo que se hizo mal. El ser humano inteligente no se resigna a aceptar los desastres como un destino inevitable: queremos, exigimos viajar con seguridad y sin contratiempos; y acostumbrados desde niños a la seguridad tecnológica del siglo XXI nos irrita y desconcierta que las cosas técnicas no funciones como está previsto. Da igual que sea por tierra que por mar o aire, sabemos que moverse implica un riesgo, pero en modo alguno aceptamos la fatalidad de que las máquinas –o quienes tienen el trabajo de gobernarlas—tengan errores de naturaleza humana.

Al final del Camino del Apóstol consuela, al menos, comprobar que los servicios de rescate y emergencia han sido los que se corresponden con una nación moderna, que hay una preparación solvente para atender casos extremos como el que contemplamos y que, en definitiva, todo está ocurriendo sobre la base de un buen pueblo, solidario y generoso. Esa es la solidez mejor con la que habrá que afrontar la adversidad.

En el caso de la catástrofe de Compostela, ocurrida además en la víspera festiva de Santiago Apóstol, la impresión y la consternación se han adueñado de la sociedad española, que llega a pensar si tenemos como país una desafortunada mala racha, como si los hados nos persiguieran para lastimar, no ya a la sociedad y a unos viajeros inocentes, sino a un pueblo que fía en el desarrollo de unas buenas comunicaciones, una buena parte de su confianza y su prestigio, tanto interior como exterior.

Irrita comprobar la fragilidad de lo humano. Pero desconcierta por igual aceptar que las máquinas están hechas de piezas que se calientan o se estropean, de tornillos que saltan, de herramientas que fracasan. Con todo, todavía desconcierta mucho más esa aceptación de vulnerabilidad del maquinista responsable tras el accidente: descarrilé…

La lucha contra el destino y la fatalidad, por encima de creencias pesimistas, es el desarrollo humano, la cultura y la tecnología. Puro afán de superación construida sobre mil accidentes y fracasos. Caen los aviones pero no se deja de volar. Y se investiga para que lo ocurrido no vuelva a suceder. No existe más leyenda negra que la que se gana a pulso el pueblo que se niega a trabajar y que se pliega a la comodidad de no intentarlo de nuevo.

El presidente de Galicia ha decretado siete días de luto. El presidente del Gobierno ha ido a Compostela y ha expresado la solidaridad de todo el pueblo español ante una catástrofe que se está sintiendo muy hondamente. Debemos prepararnos, desde luego, para un debate político que será ácido y malcarado, como casi todo lo que se debate ahora en España. Y que llegará antes o después, por sus pasos contados. También debemos prepararnos para una investigación judicial que llegará para buscar responsabilidades: sobre personas que han fallado o sobre procesos que pueden también estar viciados de raíz. Pronto se debatirá en torno a preguntas como estas: ¿Llevaba retraso el tren? ¿Qué ocurre en casos así, si es que se intenta evitar el pago de devoluciones de billete?

Modernidad y fatalismo, progreso y mercantilismo, desarrollo y previsión, una vez más, se entrecruzan en un debate lleno de aristas. Que llegará, no lo duden, cuando pasen estos días de rabia, estupor y dolor.

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