Las becas de los pobres estudiosos

Durante los últimos días hemos oído hablar de becas en todas partes. Este fin de semana, en las tertulias de paella familiar, tan viscerales a veces, el asunto ha ocupado el centro de los apasionados debates. Con opiniones que van de un lado a otro de la terraza, como péndulos.

Es una imagen acuñada por las novelas, la tradición… y los muchos ejemplos que podemos encontrar en las familias, a poco que hablemos, eso sí, de personas de más de cincuenta años. Los niños y las niñas pobres, que en “aquellos tiempos” eran el 95 por ciento, tenían la oportunidad de estudiar en colegios de cierta calidad, en “colegios de pago”, si sacaban buenas notas. Y sacaban buenas notas porque eran listos (tenían una inteligencia superior a la media) y porque eran  estudiosos (ponían en el empeño una voluntad superior a la habitual).

Si se cumplían esas reglas, el chaval, y su familia, tenían premio. Podían acudir a las aulas de una institución educativamente distinguida sin pagar. De ahí que naciera, por encima del sobresaliente, como excelencia suprema, “La Matrícula de Honor”, que no quiere decir otra cosa que matrícula sin coste, matrícula gratuita.

Adobada con el ejemplo del abuelo Toni, con la referencia a la tía Anita, con el recuerdo al esfuerzo de 1953 o 1946, las tertulias de fin de semana han explorado también un puñado de películas americanas en las  que el protagonista triunfa clavando los codos, o gracias a su habilidad con el balón, hasta conseguir ser admitido en Harvard o Yale, en Columbia o el MIT… Porque, recordemos bien las películas y sus escenas: la Universidad admite a los que tienen notas altísimas, y les deja entrar pagando menos, para aprovecharse de su privilegiado cerebro y su extraordinaria capacidad de creación: los demás, las medianías, la gente corriente, estudian pero pagan lo que cuesta.

Aunque hay otra modalidad que aquí se desconoce: las universidades americanas dan trabajo a muchos alumnos para que paguen sus estudios con más comodidad. Pero anda, ve y dile a un estudiante de Ingeniería “del Poli” que si quiere barrer hojas en el jardín del campus tres mañanas a la semana…

En las tertulias, esos argumentos han viajado, casi como dagas, para chocar en los escudos protectores de quienes, desde el progresismo, defienden los conceptos actuales de “igualdad de oportunidades”, que son muy distintos, infinitamente diferentes, de los que se manejaban hace cuarenta o cincuenta años. En las tertulias, el ministro Wert, era ensalzado como un genio o vilipendiado como un pelele. Para unos es el malvado que inspira desigualdad entre clases sociales antagónicas; para otros, el tutor que demanda esfuerzo, estímulo y competitividad.

¿Tienen ideología los valores humanos? Para el socialismo, sí. Los hombres nacen iguales y por lo tanto deben tener una beca esperándoles. Para el pensamiento conservador-liberal, los hombres nacen iguales y deben tener una beca esperándoles si en su casa no hay recursos suficientes y ellos sacan de nota media al menos un 6.

Escándalo. Imposible de aceptar. Los mayores, los que conocieron la España de los años cincuenta y sesenta, piensan, en el fondo de sus corazones, que la nota media debería ser un 8, que nunca debería bajar del “notable”, un término que fue inventado con esa palabra, precisamente. De modo que cuando Wert reclama sobrepasar el 6, y cuando la izquierda brama ante la injusticia, la mayoría de los “veteranos” se quedan asombrados, sin entender  la infantil generosidad del escenario que se presenta. Les reconforta, quizá, pensar que sus nietos van a padecer menos, pero saben en el fondo que eso no va a ninguna parte.

El pensamiento progresista reclama que se acompañe al alumnado en todo el trayecto y que nadie quede atrás. ¿Pero eso no será retardar el paso más rápido de los mejores? Es enojoso, es irritante, conciliar la idea de que nacemos iguales, tenemos derechos iguales, pero el destino no nos da iguales capacidades, ni económicas ni intelectuales. ¿Cómo regular para que la igualdad no peque de igualitarismo castrador? ¿Cómo organizar para que nadie se quede sin oportunidad cuando la merece?

Algunas cadenas de radio, en los últimos días, han demonizado al ministro Wert hasta la extenuación. Es el diablo con calva. Con todo, los resultados de las pruebas de selectividad que se han celebrado en la Comunidad Valenciana indican que las universidades públicas, necesitadas de recursos y en plena fuga de “clientes”, han bajado el nivel de exigencia de tal modo que las pruebas han sido aprobadas por ¡el 96’1%!

¿Para qué hacer gasto en complejas pruebas de examen? ¿No hubiera sido más sencillo aprobarlos y admitirlos a todos? Que la Universidad de Alicante haya dejado fuera solo a 96, de entre casi 3.000, quiere decir que solo han suspendido a quienes han sido pillados copiando descaradamente. La Politécnica de Valencia, antes angustiosamente exigente, ha desestimado a menos de doscientos, entre casi 4.000 aspirantes. Pero todavía es más interesante comprobar que la nota media obtenida por los alumnos valencianos, en tan generosas pruebas de selectividad, ha sido del 6’13. ¿No nos estará diciendo que ese es un nivel del que en ningún caso se debe bajar para conceder a un alumno un reconocimiento del mérito?  ¿No indicará esa cifra que bajar a 5’5 o 5 el listón de las becas, como el PSOE propone en su clamor, es como regalar un premio sin esfuerzo?

-Es que no es premio, es derecho…

Y el debate se reanuda, voraz.

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