Los profetas (y los expertos) se equivocan

Cuando la reina Isabel II fue a la London School of Economics, en noviembre de 2008, sorprendió a los economistas con una pregunta que, por lo demás, se estaba haciendo medio mundo. Oigan, vino a decirles, ¿cómo es que nadie pudo prever la crisis? La perplejidad de la reina era muy comprensible. Los problemas que conducen a un desastre de tal magnitud no aparecen de la noche a la mañana. Y, en efecto,  una vez que estalló la crisis fue bien fácil señalarlos. El único “pronóstico” que no falla nunca es el que se hace a posteriori. El día después, todos somos sabios.

Si uno recuerda algunos de los vaticinios que alcanzaron celebridad en décadas pasadas, tendrá motivos para instalarse en el escepticismo. Se predijo, por ejemplo,  que la Unión Soviética sobrepasaría económicamente a Estados Unidos, y lo que ocurrió fue que desapareció la URSS y cayó el muro de Berlín,  cosas ambas que apenas nadie había previsto. Se profetizó, no hace tanto,  que Japón sería la gran potencia del siglo XXI y que China no pintaría nada, y ya se ve que también ahí erraron las pitonisas. Esto por no hablar de las auguradas catástrofes de todo tipo, sea por la superpoblación, por la escasez de materias primas o por la inflación, que se han resistido a cumplirse.

En estos tiempos de tribulación económica hay tal demanda de oráculos que ningún experto se libra de que le hagan sacar la bola de cristal para que diga cuándo vamos a salir de la crisis. Más que saber qué está pasando, se quiere saber qué va a pasar, pero la disparidad de los pronósticos es tan grande que el ejercicio de prognosis acaba arrojando más dudas. Así que la cuestión finalmente es: ¿a quién creer? Y la mala noticia es que solemos fiarnos de quién no deberíamos.

El periodista  canadiense Dan Gardner, en su libro “Future Babble”, que podemos traducir como “Cháchara sobre el futuro”, ofrece muchos ejemplos devastadores. Y  tanto sobre la solvencia predictiva de los expertos como sobre nuestra capacidad  para distinguir entre el verdadero experto y el auténtico cantamañas. Uno de los casos más llamativos proviene de un experimento realizado, en los años 70, por unos psicólogos de una universidad californiana, que  contrataron a un actor y lo hicieron pasar por un experto en teoría de juegos.

Aquel falso doctor Fox dio conferencias ante académicos y estudiantes, y todos quedaron encantados. Sus charlas eran puro sinsentido, pero hablaba con tal autoridad, confianza y claridad, que convencía a sus oyentes. En contraste, uno de los  pocos economistas que advirtió del estallido de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos, Robert Shiller, despierta el recelo de las audiencias televisivas. ¿El motivo? Que sus explicaciones son complejas y matizadas y no parece estar en posesión de la verdad.  

Hay quien piensa que los expertos  tienen las mismas  probabilidades de dar en el blanco que un chimpancé que lanza unos dardos.  Yo no me atrevería a suscribir un juicio tan tajante. Siempre hay alguno que acierta, pero no sabremos quién tenía razón hasta el día después. No queda otra que convivir con la incertidumbre.

 

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