Mediocridad interclasista

La inmensa mayoría de los ciudadanos somos gente mediocre, lo cual es bastante positivo para el conjunto de la sociedad. Cualquier tribu, se cuenten sus miembros en centenares o decenas de millones, admite un número limitado de sopranos, sabios, delanteros centros fabulosos, literatos insignes y maestros de la pintura. Una masificación de la excelencia sería terrible, tanto como la ausencia de esas individualidades geniales, tan necesarias para el avance de la Humanidad como para su tranquilidad sociológica. 

Puede que sea por ello por lo que los mediocres intentamos auparnos en lo colectivo para adquirir un marchamo que no nos exija ganar tantos campeonatos como Nadal, ni cantar “Casta Diva” con la precisión y la belleza con que lo hace Pilar Jurado. El nacionalismo es uno de los remedios más asequibles, porque te gratifica con sentirte distinto, o sea, mejor y menos tonto que los demás, pero también suelen ser bálsamos reconocidos el nacimiento en una ciudad, la pertenencia como socio de un club de fútbol de renombre,  y una amplia diversidad de alivios que van desde las asociaciones de ex-alumnos a las peñas gastronómicas.

Enfrentarse a la mediocridad es muy duro, porque supone asumir que ni somos los primeros de la clase, ni lo vamos a ser nunca. Los mediocres unidos jamás seremos vencidos, y de ahí, la reacción contraria, tan masiva,  a la razonable propuesta del ministro Wert, o la satisfacción onanista de decenas de miles de personas reunidas en un campo de fútbol para escuchar canciones que ya nadie escucha, enardecidos por la distinción de pedir la independencia.

Podríamos pedir la independencia del jefe, del cónyuge, de los hijos abusones o de los padres autoritarios, pero es mucho más sencillo y tiene menos riesgo pedir la independencia abstracta, confundidos entre el rebaño. Otros rebaños se entusiasman ante la palabra Maracaná. Y es que la mediocridad se extiende por todos territorios y no distingue ni edad, ni clases, ni grados culturales.

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