Peste de abucheos

Igual me han educado de una forma rara, pero no acabo de verles la gracia a los abucheos. Incluso allí donde son tradición, como en la ópera y en el teatro, me parecen un abuso. Son, digamos, la contraparte de la claque. La claque, que es un grupo de gente  a la que se paga para aplaudir, se profesionalizó de tal manera en el siglo XIX que fue un anticipo de cómo se organizan hoy los shows televisivos. Había un jefe de claque que mandaba aplaudir, había reidores para reír los chistes, había llorones  -que solían ser lloronas- para los instantes dramáticos  y había “biseros” para pedir bises.

Todo ese regimiento de aplaudidores se podía transformar en un santiamén en un hatajo de abucheadores y esto, que en la tradición teatral ocurría porque el actor o el cantante se negaban a pagarles un extra, también sucede ahora aunque no haya necesariamente dinero de por medio. El que mucho abuchea suele ser el mismo que mucho ovaciona. Y  más cuando pasamos del teatro propiamente dicho a la política, donde la transición del ¡viva! al ¡muera! se produce a veces de la noche a la mañana.

Los príncipes de Asturias, la reina Sofía, el ministro Wert y algún otro han recibido pitadas, gritos y  pataleos dentro de teatros y salones donde se iban a celebrar actos de alguna solemnidad.  Los aficionados a la pita creen que un personaje público y político debe aceptar cualquier muestra de desagrado popular con respeto o resignación. Su frase preferida es: “¡Le va en el sueldo!” La frase implícita es: “Como yo te pago el sueldo, puedo hacerte lo que me dé la gana”. Esto, claro, es propio de una relación de siervos y señores, de esclavos y amos; no de una relación entre un ciudadano y sus representantes en una democracia.

Yo no me opongo, aunque no es fórmula de mi gusto, a que se reciba con pitos y silbidos a un príncipe o un ministro a la puerta de un teatro. Allí, fuera, hagan su manifestación, si quieren, del modo que prefieran. Ahora bien,  dentro de  un Liceo o de un Teatro Real, dónde además se iba a homenajear a Teresa Berganza, el abucheo es lisa y llanamente una  gamberrada. Una gamberrada que extiende su mancha más allá del destinatario de la protesta. Que pringa e incomoda al resto del público,  a los músicos, a los artistas.

Me dirán que los abucheadores hacen uso de su libertad de expresión y es verdad. Pero no todo lo que se expresa, ni toda forma en que se expresa, es loable. Es sabido que la libertad de expresión no ampara al sujeto que se ponga a gritar ¡fuego! en un teatro lleno de gente. Al que abuchea sí le protege, pero no obliga, válgame Dios, a celebrarlo. Una cosa es tolerar a los que pierden los modales en público – en su casa, hagan lo que quieran-  y otra elevarlos a ciudadanos ejemplares.

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