Un cuento chino (con moraleja)

El grafiti y las pintadas pusieron, a veces, un toque divertido en alguna pared, pero hoy son una de las plagas más cargantes que padece el paisaje urbano. ¡Y cualquier otro! Nada se libra del pintarrajeo, ni los monumentos más admirados. Que se lo digan al faraón Amenofis III. Sobre un bajorrelieve de su templo en Luxor, un adolescente chino garrapateó el trascendental mensaje “Din Jinhao estuvo aquí”,  y puso en un brete a los restauradores. Por suerte, pudieron borrarla, pero la obrita de Din quedó colgada en Internet y desencadenó, en su país, una tremenda campaña en su contra.

Yo no sé si algún chaval español, o alguno no tan chaval, ha hecho una fechoría de tal dimensión histórica. Pero sé de esculturas en la vía pública que sufrieron la agresión gráfica del pintamonas, y no hay más que pasear por nuestras ciudades para apreciar el daño estético que infligen los miles de Din que tenemos entre nosotros. Y no sólo estético, porque la furia grafitera también daña nuestro bolsillo.

En los seis últimos años, el Ayuntamiento de Madrid se ha gastado 61 millones de euros en limpiar garabatos.  El Ayuntamiento de Valencia se gastó, en 2012, 3.337 euros al día en el mismo empeño. En Alemania,  Deutsche Bahn,  el equivalente de Renfe, desembolsa 7,5 millones de euros anuales para eliminar los monigotes pintados en los trenes. Por ello ha decidido usar mini helicópteros no tripulados (drones),  para captar imágenes que puedan llevarse a los juicios cuando los gamberretes son detenidos.

El adolescente, quizá por eso de que busca su identidad, tiene  necesidad compulsiva de escribir su nombre, o sea, de firmar. Por poner un caso cercano, la primera página de mis libros de bachillerato es una muestra de esa manía que se desata con el acné. Luego, tal obsesión da paso a la contraria, pues con la edad, uno anda más en borrar huellas que en dejarlas. Pero la cuestión está en el dónde.

Antes, el lugar preferido por el adolescente para comunicar su presencia -y su existencia-  a la Humanidad  eran las puertas de los aseos públicos. Aunque  tonto y feo, resultaba tolerable. Hoy, esos autógrafos mancillan por doquier fachadas, paredes, vagones de metro y tren, y como muestra el caso de Din, pueden ultrajar obras de arte de hace 3.500 años.

Era también un clásico el tipo que hacía lo de Din, pero en un monte. Más de una vez, al llegar a la cima de una montaña, de las bajitas, que es todo lo que yo he subido, me he encontrado con que Juan o Pedro  habían escrito en una roca, y con letras bien grandes,  que habían estado allí. Lástima que el respeto por el paisaje –y que yo no subo al monte con botes de pintura- me impidiera añadir la coletilla: “¿Y qué nos importa?”

Por lo visto, hay que hacer distinciones entre el grafiti, que se considera “arte callejero”, y el garabato vulgar. Pero mucho ha tenido que ver la elevación a arte del grafiti con esta proliferación del pintarrajeo. Tal escala de valores ha convertido lo que antaño era mero vandalismo en una forma de expresión a respetar. Pero los del spray no se distinguen por el respeto. Es más, me temo que no distinguen entre el Pórtico de la Gloria y la puerta de un garaje. Por eso yo estoy con los chinos que pusieron a caldo a Din Jinhao. Tolerancia cero.

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