La reina de la ‘huerta flotante’

Inmersos en plena época de cosecha de este apreciado molusco -empieza a finales de abril hasta final de agosto-, los clochineros salen cada día en sus botes hasta las bateas o unidades de explotación donde recogen el fruto de su trabajo para, una vez depurado, comercializarlo en apenas 24 horas.

El presidente de la Agrupación de Clochineros de Valencia y Sagunto, Juan Aragonés, explica a Efe su trabajo con el símil de la agricultura: las bateas son como huertos en el mar, plantan las semillas en las cuerdas que cuelgan de ellas al mar, se cultiva el producto mientras la simiente crece y se adhiere a la cuerda, y recogen la cosecha.

Este año, confían en recolectar en las veintidós bateas de los puertos de Valencia y Sagunto 400 toneladas de esta variedad de molusco (Mytilus Galloprovincialis) cuya calidad, que empieza a ser reconocida fuera del territorio valenciano, se debe a las corrientes de agua constantes donde se cría en las afueras de los puertos.

En cada batea hay entre 550 y 600 cuerdas -es la única excepción en una actividad pesquera donde la cuerda no se llama cabo-, lo que permite producir unos 20.000 kilos en cada una «si la dorada, su principal depredador, lo permite».

De hecho, es habitual que algunos clochineros, tras terminar su faena, se queden pescando doradas por el puerto para evitar que las que escapan de los criaderos, se alimenten de las clóchinas y les hagan perder su cosecha.

Las dos primeras bateas, localizadas en las Atarazanas del puerto de Valencia, datan de 1890 y desde entonces la técnica de cultivo tradicional de colgar las simientes para que crezcan en su hábitat con suficiente aporte nutriente se ha transmitido de generación a generación.

Actualmente, unas quince familias mantienen el sector, que emplea de forma directa e indirecta a unas seiscientas personas.

Aunque la técnica perdura, Aragonés reconoce que «los materiales han cambiado» -el algodón natural de antes ahora es algodón y acetato y los capazos de mimbre son de plástico-, ahora usan guantes y se ha incorporado maquinaria para envasar de forma automática o de limpieza hidráulica.

«La tradición está garantizada pero hay adaptaciones, cada año es distinto y nos tenemos que reinventar», afirma el presidente de los clochineros, que incide en que la temperatura, las lluvias y temporales, la velocidad de la corriente o el poniente puede afectar la cosecha porque «esto no es matemática».

La clóchina valenciana se diferencia del mejillón por su menor tamaño, su concha más negra, una tonalidad más suave en su molla, un sabor más intenso y una textura «muy característica, muy fina, con la salinidad justa», según Aragonés.

A su sabor tan rico, se une su precio más económico y un aporte nutricional «exquisito», ya que carece de materia grasa y es rica en vitaminas, potasio, calcio, proteínas y hierro, lo que la hace «recomendable en caso de anemias».

Además, es fácil de cocinar y su receta más común es hacerla al vapor con un chorro de aceite, un limón troceado y ajo hasta que se abran y suelten su jugo

«En nuestra zona siempre ha sido muy apreciado», según Aragonés, quien tiene una imagen idílica para el verano: «clóchinas y cerveza son un buen tapeo y nada caro».

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